jueves, 26 de mayo de 2011

Historia de un descarrile anunciado

Colombia se precia de tener regulación ambiental de sus recursos naturales desde la década de 1970. Diferentes normas han ido reservando suelo para usos protegidos: parques y reservas naturales, páramos y nacederos de agua, resguardos indígenas, entre otros. Sin embargo, a la hora de autorizar solicitudes de exploración minera no se excluyen explícitamente todas las áreas protegidas de las posibles áreas de exploración. Los usos reservados del suelo, por lo tanto, no tienen efecto regulatorio real sobre la exploración minera.

A esa libertad de áreas se suma que para iniciarse como cazador de fortuna minera no se exigen grandes requisitos. Cualquiera con la cédula y unos 100 dólares por hectárea puede hacer una solicitud de exploración. Mucho menos de lo que exigen en un banco para autorizar una tarjeta de crédito. Lo único que realmente verifica Ingeominas es que no se crucen diferentes solicitudes sobre un mismo terreno.

Siendo tan fácil que autoricen una solicitud de exploración, uno espera que sea igualmente fácil encontrar los datos de los afortunados autorizados. No es así. Consultar el catastro minero en la página web de Ingeominas requiere dotes de guaquero: temeridad, paciencia y profundidad para llegar al menos al nombre, cédula, ubicación y fecha de expedición de los afortunados concesionarios. Lo obvio sería que esa información estuviera en una base de datos pública, georeferenciada y descargable. Pero, ¿para qué hacer las cosas fáciles si se pueden hacer difíciles? Además, la dificultad tiene el encanto de facilitar la manipulación, venta y reventa de información sobre cuál terreno tiene o podría tener permiso de exploración y el estado en que se encuentra. El tráfico de información en Ingeominas no tiene nada que envidiarle al tráfico inmobiliario en la Dirección Nacional de Estupefacientes.

Con ese cuidadoso procedimiento y riguroso diseño institucional arranca la fase de exploración de la locomotora minera. Pero como se temía que semejante rigurosidad procedimental, y el modesto valor de los comodities en el mercado internacional, pudiera espantar la confianza minera, el gobierno le echó un empujoncito regalándole una reducción de impuestos. La receta funcionó y la locomotora arrancó con bríos. Cuando Álvaro Uribe llegó al gobierno en 2002 1,1 millones de hectáreas tenían título minero, en 2006 se pasó a 1,9 millones y en 2009 se llegó a 8,4 millones de hectáreas. Un modesto crecimiento del 600%.

La fase de exploración, claro está, se basa en la confianza y la expectativa, no requiere licencia ambiental. Con ese incómodo paso se entienden después. Cuando toda la jauría de caza fortunas está desatada, título minero en mano, mostrándole los dientes, y la billetera, a los funcionarios, las comunidades y el gobierno.

En ese equilibrado contexto, unos técnicos ambientales deben valorar la viabilidad de los proyectos mineros y las comunidades empiezan a medio enterarse de lo que les viene pierna arriba. No es por lo tanto una sorpresa que el valeroso ejemplo de movilización ciudadana santandereana que logró detener, por ahora, la explotación minera en el páramo de Santurbán sea más una quijotesca excepción que una regla general.

El sentido común, la mínima lógica institucional y la enorme evidencia circunstancial dejan en evidencia que la locomotora minera está descarrilada y produciendo todo menos desarrollo sostenible y prosperidad democrática. Los únicos que parecen no darse por enterados son los maquinistas, la Ministra de Ambiente y el Ministro de Minas.

Claudia Lopez
lasillavacia.com

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