Tres
horas navegando en una chalupa con un motor de 200 caballos por aguas contaminadas
del río Magdalena son necesarias para llegar desde Barrancabermeja hasta Cerro
de Burgos. Las orillas del río, amenazadas por las crecientes continuas –y ya
imprevistas– son defendidas por muros construidos por Cormagdalena, que llaman
estrellas, enormes mariposas de cemento que impiden que las aguas aneguen los
cultivos de palma de aceite, la mayoría sembrada después del paso sangriento de
los paramiltares por el Magdalena Medio.
Cerro
de Burgos fue un matadero de campesinos. Las autodefensas controlaban el paso
por este punto hacia la serranía de San Lucas, una gran mina de oro, donde el
Eln era fuerte. El Magdalena forma en la región un rosario de ciénagas, una de
las cuales es la de Simití, donde a fines del siglo XVI fue fundado uno de los
pueblos más bellos y pacíficos del país. La zona urbana está construida sobre
tres pequeñas penínsulas; tiene tres plazas, dos iglesias coloniales; sus casas
parecen sacadas barrio Getsemaní en Cartagena.
Vive
de la pesca. Siempre ha vivido de la pesca, exceptuando una breve fiebre del
oro a principios del siglo XIX; oro que se llevaba a Mompox y que podría
explicar la joyería en filigrana que ha hecho conocido a este pueblo, otra
belleza. Así como Mompox fue el puerto escondido de Cartagena para defenderse
de los piratas, Simití fue la retaguardia secreta de Mompox. La agricultura no
prosperó. El Prefecto de Mompox, que visitó Simití en 1874, después de la
decadencia del oro escribió que durante su estadía todos los alimentos
escaseaban con excepción del pescado: “11 días permanecí allí y no se mató ni
una res ni un cerdo; el pueblo se mantenía con insípidos peces de la ciénaga y
no había yucas ni plátanos ni ñames ni batatas y el maíz a un precio muy
elevado”. Quizá así se mantuvo hasta que los mineros de oro de Santa Rosa, o
los obreros del petróleo en Cantagallo, se convirtieron en demanda local de
bastimento.
Entre
hamaqueos vespertinos y agitadas faenas de pesca en las madrugadas, envejecían
la parroquia hasta que en 1984 apareció un frente del Eln. Desde los años 70 se
oía nombrar la guerrilla, pero sólo fue en este año cuando el cura Manuel Pérez
decidió entrar a la región tras el control del oro de Santa Rosa. Después
llegaron las Farc, sin duda, tras el mismo objeto. Los enfrentamientos fueron
frecuentes hasta un acuerdo sobre el control del territorio.
La
marihuana se cultivó desde fines de los setenta y durante poco tiempo. La gente
vivía también de la extracción de la madera y cuando las tierras fueron
convertidas en potreros, Ecopetrol y el Fondo Ganadero de Santander entregaron
a los campesinos ganados al aumento o a utilidad. El sindicato de la USO había
firmado una convención colectiva, uno de cuyos puntos fue el de proveer a los
obreros de carne. La guerrilla extorsionó a la empresa hasta el punto de quebrar
el negocio.
Después
llegó la coca, que transformó la vida económica y política de la zona. La
agricultura campesina se desplomó. En los pueblos y en los campos sólo había
mujeres, todos los hombres se fueron a raspar. Los salarios que se pagaban para
trabajar la hoja superaban los jornales conocidos y hasta los soñados. El
precio de la remesa se elevo descomunalmente. Quien no cultivaba coca no podía
sobreaguar. La coca era la cosecha de maíz, o de arroz o de yuca que cabía en
un bolsillo.
Las Auc llegan a la zona en 1998 y se consolida el Bloque
Central Bolívar. Esa misma tarde las Auc reunieron al pueblo en la plaza. Las
mujeres lloraban. “¿Por qué lloran, les preguntó Gustavo, si todavía no hemos
matado a nadie?” El terror fue general. A los hombres los levantaban a las 3 de
la mañana, les quitaban las cédulas y los obligaban a limpiar las fincas de los
hacendados. A las mujeres les decían que eran mozas de la guerrilla. “Camine
que a usted le figura hoy”, amenazaban. Mataban los cerdos sueltos a plena luz
del día, se adueñaron del comercio de alimentos, controlaron el tráfico ilegal
de combustible, en conclusión se posesionaron de la economía de la región. En
el Piñal asesinaron a seis inocentes; en El Colorado a cinco hermanos.
Prohibían a los familiares enterrar a sus muertos y, por el contrario, los
obligaban a botarlos a los ríos y ciénagas, a muchos se los echaban a los
caimanes. Las guerrillas no pudieron hacer frente a los paramilitares sino
ocasionalmente.
No obstante, el 23 enero de 1999 cuando los paramilitares
hacían un recorrido de rutina en compañía del batallón de contraguerrilla Los
Guanes, en las Sabanas de San Luis los atacó las Farc a morterazos, les
causaron varias bajas y destruyeron la casa de un campesino que habían ocupado
como base. La zona del ataque fue hasta ese momento una sabana colectiva, un
ejido, al que tenía acceso toda la comunidad, sobre todo en invierno, cuando
las zonas bajas se anegaban. Hoy la sabana ha sido apropiada por terratenientes
y sembrada con palma.
Marchas y economía
La verdadera causa del terror paramilitar y militar hay que
buscarla en las marchas campesinas que tuvieron lugar en la región. La primera
fue en 1984, hacia Cartagena. Miles de campesinos y pobladores del sur de
Bolívar se movilizaron en planchones por el río Magdalena, pidiendo vías, luz y
salud. Fue rechazada a la entrada de La Heroica por la fuerza pública. La
segunda gran marcha fue hacia San Pablo, en 1996, exigiendo poner fin a la
fumigación de los cocales campesinos y pidiendo planes de desarrollo
alternativos. A los manifestantes los sitiaron por hambre en la cabecera del
municipio. Por último, la marcha hacia Barrancabermeja, en 1998, contra las
masacres hechas por las Auc y las ejecuciones extrajudiciales del Ejercito fue
calificada por el gobierno como un intento de despeje forzado por las
guerrillas del Eln, tal como se estaba dando en el Caguán con las Farc. A raíz
de esa marcha los paramilitares instalaron en la región un retén en Cueva de
Sapo, las masacres aumentaron y el desplazamiento campesino se generalizó.
Un tiempo atrás, el cura Clemente Verel, francés, durante 15
años párroco de Simití, vislumbrando el peligro que para la economía campesina
representaban los cultivos ilícitos y las economías de enclave tanto aurífera
como palmera, creó una asociación de pequeños propietarios y colonos, ASPROAS
–Asociación de productores alternativos de Simití–, que comenzó con 25 socios,
un pequeño capital semilla que poco después la Fundación Suiza de Cooperación
para el Desarrollo, Swissaid, convirtió, con un aporte mayor, en un fondo
rotatorio. Dos molinos de arroz, un comité de mujeres y una línea de crédito
para huertas caseras y gallinas de patio fueron pactadas con los campesinos y
hoy, después de tres lustros, se mantienen activas.
El programa del cura Verel echó raíces sobre todo en un
pequeño poblado a orillas de la ciénaga de San Luis. En 1996 los campesinos que
marcharon a San Pablo obtuvieron apoyo formal del gobierno para sus proyectos
de sustitución de la coca, y consiguieron el apoyo el cultivo de arroz que se
hace a orillas de la ciénaga y “sembrado a chuzo y recogido a hoz”. El molino
comunitario facilita vender el grano limpio y no depender de las trilladoras
empresariales. El problema comenzó a vislumbrarse con el TLC pues, como se sabe
–el mismo ministro Restrepo lo ha dicho–,uno de los grandes perjudicados de ese
tratado van a ser los arroceros, ya bastante golpeados por la triangulación.
Pero la asociación campesina decidió enfrentar la competencia
cultivando variedades tradicionales como Chilimico, Cica 8 Bluebonet, canilla
mono, canilla blanco, liguerito, que son muy apetecidas por su sabor, y con el
“cultivo de bocachico”. Cormagdalena obsequió 5.000 alevinos y enmallaron una
boca de la ciénaga para producir esta especie que, al contrario de la tilapia o
la mojarra, es nativa. Este proyecto ha sido una importante gestión de Asproas
dentro de un proceso de formación de conciencia a los pescadores para un manejo
sostenible de las ciénagas. El gran problema que enfrentan hoy es la
sedimentación y contaminación del río Magdalena que alimenta la ciénaga a
través de Caño Barbudo, un caño roto por el hombre para convertirlo en pasadero
de los grupos armados.
Las 27 ciénagas –un basto humedal– están interconectadas y a
ellas llegan los desperdicios de la producción de cocaína y, sobre todo, las
aguas sedimentadas y envenenadas con mercurio procedentes de Ánimas Bajas, la
vecina zona minera. Para rematar caen al caño aguas contaminadas con gasolina
que a gran escala los paramilitares sacan del oleoducto. La coca y la gasolina
salen por Vijagual y Lebrija hacia los diferentes mercados.
La palma
La palma aceitera es otro de los grandes negocios en la
región. Y otro de los grandes problemas. A Simití llegó por San Alberto y
Puerto Wilches. El éxito económico de los primeros cultivadores incentivó su
siembra en la región. Pasada la fumigación de la coca, llegó el programa Plante
–programa de sustitución de cultivos ilícitos–, uno de cuyos proyectos
económicos fue el de palma. La palma se expandió como la verdolaga. Las
empresas palmeras entraron diciéndole a los campesinos: ‘ustedes nos dan la
tierra y nosotros la ponemos a producir’. La gente aceptó porque pocas opciones
tenían. Y se endeudó, respaldando las hipotecas con sus predios y el sistema
financiero obligó al gobierno a titular las tierras que servían como prenda.
Las grandes fincas que por tradición eran arrendadas a los
campesinos para sembrar yuca, plátano y arroz se dedicaron al nuevo cultivo, la
mayoría respaldados con las famosas alianzas productivas, tal como sucedía en
Catatumbo y Montes de María. Los grandes cultivadores –muchos con dineros
nacidos en el narcotráfico– han ampliado su producción, comprando tierras
baratas a instancias del desplazamiento de población. El programa de
restitución tendrá aquí un gran trabajo de esclarecimiento.
Entre los distintos modelos de economía palmera hay un
intento atractivo para los campesinos, impulsado por un político de San Pablo,
Palmas del Sur S.A. Fue creado en 1999 con dineros del Plan Colombia. Los 113
socios de la sociedad compraron la hacienda Vizcaya de 1.000 hectáreas y
suscribieron créditos por $1.900 millones del Banco Agrario. Cada socio debía
aportar un predio de 7,5 hectáreas para acceder a los incentivos del gobierno.
La empresa les prestó asistencia técnica y suministró abonos. El negocio ha
tenido un aceptable desarrollo a ojos de los miembros de la asociación. El
paquete en su conjunto es administrado por la empresa bajo la forma de alianza
productiva. Muchos campesinos sostienen que el proyecto les salvó las tierras
de manos de las autodefensas, porque el gobierno y el plan Colombia entraban en
el negocio.
El modelo de Rudas inspiró el programa de Palma Campesina que
lleva a cabo el Programa Desarrollo y Paz del Magdalena Medio. En los dos casos
el propósito es vincular mediante las mentadas alianzas productivas a pequeños
y medianos propietarios al negocio de oleaginosas, incluyendo la perspectiva de
producir agro combustibles en plantas propias. El peligro que perciben los
asociados, por ahora lejano, es el de una crisis de precios por sobre oferta
mundial o por una caída de los precios del petróleo. En estas eventualidades,
las alianzas productivas transmitirán el “crash” a las asociaciones campesinas
que no podrían reconvertir su economía para defenderse de la caída de
precios Así vistas las cosas, el riesgo lo corren los asociados, siendo
los pequeños los más vulnerables .
En la región es ya una leyenda el caso de la Compañía Palmera
Simití del Sur de Bolívar. Unos acaudalados y desconocidos empresarios llegaron
a sembrar palma pero como no tenían tierra formaron la sociedad amparados por
el Plante y asociaron un centenar de campesinos en Asopalma Incuagro y Aspalsur
para cultivar 4.500 hectáreas también bajo la fórmula de alianzas productivas.
El campesino ponía la tierra en usufructo por 30 años para que la empresa
cultivara la palma, pagándole un canon de arrendamiento. Gran parte del capital
se invirtió en gastos de administración y se creó una cooperativa de trabajo
asociado. Todo parecía marchar sobre ruedas hasta que un día hace cuatro años
los empleados de la compañía desaparecieron, dejaron a los campesinos
endeudados y hoy sus fincas están a punto de ser rematadas por los bancos.
Algunos han optado por asociarse con otras grandes empresas de la región. El
futuro es incierto y ningún ente responde por la extraña situación.
Ánimas Bajas
La fiebre de oro regresó a
Simití después de varios siglos y lo hizo por efecto de la crisis de la
ganadería al aumento arruinada por la extorsión guerrillera, la fumigación de
los cultivos ilícitos y la invasión palmera. El negocio de la ganadería a utilidad,
generalizada en los 80, fue seriamente golpeado por el robo y la extorsión
hechos por las guerrillas. La tierra se enrastrojó y desvalorizó. Fue el tiempo
en el que se vendieron fincas a cualquier precio. Con la entrada del
paramilitarismo la tendencia cambió de dirección, pero la mayoría de los
predios no regresaron a manos campesinas.
El cultivo de la hoja de coca
fue la solución para muchos pobladores, que encontraron en el negocio una
alternativa rentable y relativamente fácil. Pero la fumigación y la represión
policial y militar desplazaron a muchos cultivadores hacia la serranía de San
Lucas, tierras aún sin ocupar por aquellos años noventa. Al mismo tiempo, el
control paramilitar del territorio dio confianza a inversionistas, y la palma
pelechó en las tierras más fértiles, lo que, en general, no significó una
solución para los campesinos de la región en términos de empleo. Las minas de
oro de Ánimas Bajas y Ánimas Altas eran trabajadas por matraqueros –llamados en
otras partes barequeros– desde mediados de los 70, sin grandes desarrollos. La
abrupta y radical elevación del precio del oro a comienzos de esa década,
disparó de nuevo la minería artesanal y la empresarial, consideradas por el
gobierno como actividades ilegales, por no cumplir los requisitos ambientales y
técnicos determinados por los códigos.
La explotación aurífera tiene
en la región tres socios. El dueño o poseedor tradicional del terreno, el
matraquero y el dueño del entable. Sobraría decir que ninguno tiene un título
minero. El material aurífero de aluvión no es superficial. Se necesita, por
regla general, descapotar el área de explotación, revolcar la tierra, trabajo
este que no puede llevarse a cabo sin maquinaria pesada –buldóceres,
retroexcavadoras–. Razón por la cual la explotación asume carácter empresarial:
una retroexcavadora cuesta $300 millones. Hay más o menos 40 de ellas
provenientes la mayoría de zonas mineras tradicionales como El Bagre, Zaragoza,
Segovia. Los poseedores de los “placeres” –o tierras auríferas– arriendan a los
dueños del entable una determinada superficie para ser explotada, con un canon
que oscila entre el 10% y el 12% de lo obtenido en oro limpio y la condición de
que permitan el matraqueo, o sea, el trabajo del barequero.
Sobra decir que ejercen
también una celosa vigilancia sobre el rendimiento de los entables. Estos
dispositivos suponen uno o dos “retros”, un par de bombas de agua, una
elevadora, una tolva y una zaranda. Toda el agua que usan para la explotación,
ya mezclada con mercurio y cianuro para recoger el metal, va a un estanque
gigantesco antes de ser vaciada a las quebradas y las ciénagas El Popal y Santo
Domingo. Los sitios de trabajo se convierten en gigantescas cárcavas donde la
recuperación vegetal es lentísima o imposible. Los matraqueros desarrollan su
labor con bateas en tierra removida, o por remover, con un enorme peligro para
sus vidas. No son pocos los que quedan sepultados bajo los barrancos. El
rendimiento logrado es discreto, quizás un gramo, un gramo y medio diario, que
venden al dueño del entable o a los comerciantes, que revenden usualmente en
Medellín o en Santa Rosa del Sur, Bolívar.
El oro es declarado como
extraído en Santa Rosa, por tanto el municipio no se beneficia de las regalías.
Es previsible que declaren mucho menos oro del que negocian, para evadir
impuestos, o mucho más, para lavar dineros ganados en el comercio de
narcóticos. Desde fines de los años 80 fue decretada la libertad de negociación
del oro. Los tres socios son íntimamente solidarios frente a las autoridades o
contra ellas. Confiscar maquinaria es una medida peligrosa e inútil porque las
máquinas no son neutralizadas y no pueden ser transportadas a lugares donde la
Policía pudiera impedir su desguace. El gobierno se ha declarado impotente para
controlar la minería ilegal, pese a que existe una ley (1450 de 2011) y unas
autoridades competentes para hacerla cumplir.
Los mineros y la gente de los
pueblos teme que las zonas auríferas sean tituladas a las multinacionales y se
han organizado para enfrentar la eventualidad. Pocas dudas caben de que la
“nueva minería” impulsada y defendida por el gobierno, considerada legal
quedará en manos de las grandes compañías. La última determinación del gobierno
de declarar territorios mineros estratégicos y por tanto de utilidad pública a
más de 20 millones de hectáreas ha puesto en guardia tanto a los mineros
artesanales como a los ilegales. El conflicto queda planteado.
El germen del Bloque Central Bolívar
A mediados de 1998 Rodrigo
Pérez Alzate, alias Julián Bolívar, llegó a Simití con la misión de implantar
allí el modelo paramilitar de la casa Castaño. De tiempo atrás la criminalidad
había puesto sus ojos en esta región entre Antioquia y Bolívar, gracias a su
privilegiada ubicación entre el río Magdalena y la serranía de San Lucas y a
sus yacimientos auríferos.
El 11 de junio de 1998 cerca
de 100 hombres arribaron al corregimiento de Cerro Burgos, mataron a tres
personas y dieron aviso a los pobladores de que los paramilitares habían
llegado para quedarse. Ese fue el germen del Bloque Central Bolívar, una de las
facciones más poderosas de las autodefensas, que se expandió a siete
departamentos y dejó, según las autoridades, alrededor de 14.000 víctimas.
‘Ad portas’ de un nuevo paro minero
Con la consigna “Defendamos la
vida, frenemos la locomotora minero-energética”, los pequeños mineros del país,
entre otros sectores, pararán el próximo 1° de agosto para protestar contra las
multinacionales mineras y exigirle al Gobierno que cumpla con los acuerdos a
los que se llegaron el 30 de noviembre pasado en el marco del último paro
minero, entre ellos el de avanzar en la formalización de los mineros
artesanales que hoy son considerados ilegales.
En un comunicado en el que se
invita a la movilización, los manifestantes aseveran que “cerca de 2 millones y
medio de personas que subsisten de la pequeña minería desde hace, muchas
décadas, enfrentan la persecución del Gobierno”, de acuerdo con ellos, “el
propósito es entregar esas explotaciones mineras a las transnacionales, quienes
en muchos casos ya tienen títulos sobre las actuales áreas mineras
tradicionales”. Al respecto, el Gobierno prepara un nuevo Código de Minas y ha
dicho que la formalización será su prioridad.
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